viernes, 9 de abril de 2010

ser feliz

Me resulta fascinante el morbo que me producen las mujeres que me han abandonado. No es nada sexual, ni que las eche de menos, es la buena dosis de drama que ello proporciona a mi vida. Si les soy sincero le guardo un cierto respeto a la felicidad. Me resulta poco creíble que tanta gente esté tan contenta en el día a día y no dejen de repetirlo. Su felicidad, la de que gane su equipo o su mejor amiga monte una gran fiesta el sábado por la noche, es efímera, se cae a pedazos como un LEGO que impacta contra el suelo. Es la felicidad del día soleado, del nosvamosalaplaya, del viajecito a Italia con su pareja. Yo no soy tan payaso de dejar un candado en un puente con mi nombre y el tuyo, ni siquiera te felicitaría en San Valentín, y tampoco soy un gran seguidor del mogollón playero veraniego. Prefiero la playa una mañana de invierno, la arena fría en los pies, el mar furioso que ruge contra las rocas como un toro a punto de morir y un par de cervezas tibias de lata.
Ese morbo es placentero, el sentimiento del eterno perdedor, de Henry Chinaski, de no hacer nada pero saber que estás haciendo algo, más grande y con más sentimiento que cualquier deportista semiprofesional o cualquier universitario listillo. A veces paso por delante de tu casa, sólo para sentir esa sensación durante unos momentos. Me imagino que me ves desde la ventana, que recuerdas muchos momentos y ahora me ves hundido, un hombre que nunca volverá a ser el mismo, que siempre recordará aquel amor con aquella gran mujer. En el fondo los seres humanos no estamos hechos ni para la felicidad, ni para el amor ni para la aceptación del gran público. La gente así es la que más podrida está por dentro -pobreza espiritual creo que la llaman- aunque qué les voy a contar.

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