jueves, 25 de marzo de 2010

en el ultramarinos

¿Y quién coño me creo yo, en la cola de la caja del ultramarinos, con mis tortellinis rellenos y mi vino blanco? Mientras una madre de familia boliviana presente vales de descuento y apura hasta el último céntimo que encuentra en su viejo monedero para pagar el bonito en oferta y los cereales formato familiar de una marca blanca cualquiera. ¿Quién coño me creo yo con mis tarjetas de crédito de colorines y mis libros recién recogidos en una librería del centro? ¿Quién coño me creo yo por haber leído a Bukowski mientras escuchaba a los Smiths? ¿Quién coño me creo yo comiendo con vino blanco un jueves? Hay situaciones en las que uno se siente miserable.

jueves, 11 de marzo de 2010

paredes y placer

Aquella cama era mucho mejor que el roñoso sofá de aquel piso de estudiantes. En el suelo colillas y alcohol derramado. El sofá lleno de chinazos y desconocidos y los ceniceros a rebosar de vete-tú-a-saber-qué. Yo creo que esa noche te lo merecías, aunque no fuese lo más correcto, pero tampoco lo viví en primera persona, por lo que no opinaré. El plan no era demasiado complicado, un par de copas más, un mínimo de insinuación al propietario del dormitorio en cuestión y el resto un mero trámite para dormir tapada sobre un colchón. En el último momento estuviste a punto de arrepentirte, pensaste en tu novio, probablemente dormido ya, y en todos esos momentos juntos. Malos y buenos. No importaba. Echaste un rápido vistazo al salón y pensaste ``sálvese quien pueda…´´ Un par de niñatas vomitando sobre la alfombra, dos tíos hasta el culo de LSD riéndose como locos y un viejo que llevaba unos diez minutos intentando meterse el tiro que se había preparado con total indiscreción sobre la mesa. Sobra decir que seguía sin haber acierto.
Te dirigiste a la cocina, donde él hablaba tranquilamente con un par de amigos, y te serviste un whisky sólo. Empezaste con las miraditas –él no tardo demasiado en darse cuenta- y te cercioraste de que tus amigas no estuviesen por la zona. Sacaste el móvil y las llamaste, seguían por ahí, aquello te alivió. Cómo cambian las cosas si no hay testigos delante. Finalmente decidiste entrar en la conversación a pesar de la barrera idiomática. Te interesaste por la charla, aunque a día de hoy ni te acuerdas, y te aproximaste un poco hacia él. Empezasteis a hablar cada vez más cerca, sus amigos fueron dándose cuenta uno a uno de que no pintaban demasiado allí y se despidieron de manera cordial, sin dos besos ni apretones de manos ni nada. El tiempo corría en vuestra contra, y ellos lo sabían. Es como un código de honor no escrito. Prolongaste un poco la estancia en la cocina –tampoco querías que se pensase que eras una facilota- y, al cabo de unos minutos, le dijiste que te enseñase la habitación. No entraré en detalles porque soy un caballero y porque tampoco los sé. Sólo sé que aquella noche dormiste cómodamente a cambio de un precio que tú consideraste bajo. Y que no recuerdas ni el color de las paredes de su habitación. Al fin y al cabo, ellas no saben dar placer.

domingo, 7 de marzo de 2010

el premio de consolacion

Me desperté. Vomité. Sentía como si mi cabeza estuviese a veinte pisos de altura y hubiese tenido la lengua en salmuera durante días. No me quedaban pastillas, sólo un poco de ginebra barata y algo de mierda que la gente había ido dejando en la nevera a lo largo de la semana. Automedicarse, ya sabrán ustedes, es cosa de sabios. Rebusqué por todas las esquinas de la casa, y finalmente encontré un Valium. Me preparé un Red Snapper sin hielo para poder empujarlo y me dispuse a hacer algo de mi vida. El apartamento estaba hecho mierda, había colillas por todas partes y un cierto aroma al más profundo infierno en la mayoría de habitaciones. Me fijé en el teléfono, había un par de llamadas en el contestador pero no le di más importancia. Daba por hecho que no serías tú, y yo tenía que encontrar alguna manera de pagar lo que debía. Lo único que tenía eran palabras. Palabras y más palabras acumuladas en papeles viejos llenos de polvo, en recortes de periódico, en márgenes de libros y alguna que otra grabada a fuego en mi memoria. Ya no me quedaban ideas brillantes, tendría que revolver un poco entre aquella diarrea literaria acumulada y regurgitar tres o cuatro párrafos que le dieran un toque más sincero. Me senté delante del papel un buen rato pero no estuve demasiado inspirado. Hacía tiempo que no lo estaba. Pensé en dar un paseo por la ciudad o alguna de esas tonterías que cuentan los autores de best Sellers en las entrevistas que conceden a suplementos dominicales. Cada vez me gustaba menos el aire de la calle. Pensé en llamar a algún amigo e ir a un bar. Cada vez me gustaba menos la gente. Visto lo visto opté por matar un poco el tiempo masturbándome. No era una idea del todo mala al fin y al cabo, y puede ser que después me sintiese más relajado. Es obvio que pensé en ti, tampoco creo que haya nada malo en ello, pero no me sentí demasiado orgulloso una vez tiré de la cadena. Ese arrepentimiento de después, un clásico de adolescencia, seguía ahí a pesar de que me iba haciendo mayor. Cuando volví a la habitación eran las cinco de la tarde, y comprendí que aquello tan sólo era otro día más. No habría aire de la calle, ni encuentros con viejos amigos ni nada de nada. Sólo suciedad, palabras, soledad, alcohol barato y poca comida. En cierto modo aquello me comía por dentro –no estar aprovechando mi vida y eso- pero tampoco quise darle más importancia. Mientras tú estarías por ahí haciendo algo de provecho, como garantizarte un futuro o conocer algún sitio interesante. Para ser sincero me sudó bastante la polla, sabía que algún día publicaría el mejor libro de la historia. Uno de relatos, incluso autobiográfico, vete tú a saber si una novela… No ganaría el Pulitzer, y todo el reconocimiento tardaría algo en llegar. Luego me encerraría en mi apartamento del Upper East Side con mi amante y mis millones y escribiría la secuela. Sólo bebería, follaría y escribiría. Nada de comida, nada de amistades, nada de entrevistas. El siguiente no tendría tanto éxito y entraría en una profunda espiral autodestructiva, me atiborraría de antidepresivos y me pasaría siglos sin escribir. Moriría a los sesenta y pico y me convertiría en un autor de culto, que inspiraría a todo tipo de artistas y adolescentes deprimidos. Mis amantes llorarían mi ausencia y las asociaciones de padres se opondrían a que ``las historias de un borracho degenerado´´ se convirtiesen en lecturas obligatorias. Hasta abrirían un museo con las últimas botellas que encontraron en mi apartamento y algún que otro calzoncillo con corridas secas donado de manera desinteresada por una antigua amante.
Y así, sin quererlo, llevaba ya un par de páginas, y me sentía mejor. No se qué estarías haciendo tú en ese momento, pero tampoco me llegó a importar. Me serví un trago y me fumé algo tan poco sofisticado como un porro de hierba. El viaje fue bastante grande y me pasé la tarde escribiendo un poco más de aquella basura que nunca ganaría el Pulitzer. Me alivió saber que, al menos, ya no tenía problemas para dormir, lo que me ahorró tener que bajar a alguna farmacia en la que no me conociesen a por un poco de codeína…